UN FUTURO INCIERTO


La camioneta vieja  iba en marcha hacia el oeste.  Recorría los viejos caminos  llevando con ella el polvo milenario. Reinaba un calor horrible y seco. La familia que estaba adentro  manejaba  desde el amanecer y no había parado. Habían comprado esa chatarra para emprender el gran viaje hacia lo desconocido. La camioneta era oxidada y estaba escrito en una de las ventanas: "Keep the Road, god protect you". El padre, Jeffrey Klein la había comprado a su hermano para repararla durante el aburrimiento de los domingos. Su vida era monótona, como la de la mayoría de los habitantes de las afueras. Planeó viajar en compañía de su esposa con la camioneta durante las vacaciones de verano con los críos. Así empezó la epopeya. Iban Jeffrey, su esposa Helena (de origen ruso), los dos niños Steve y Frank, y la hermana de Helena , Odile; una cincuentona soltera que había hecho unas estancias más o menos abreviadas en el hospital psiquiátrico.

Como la vida de cada protagonista, no sabían realmente a dónde ir. Tampoco llevaban con ellos mapas, pero parecían felices. El cielo tenía unos tintes color carmesí y las nubes parecían inmóviles como las estatuas de jade que llenan los templos budistas desde una época ajena con su mirada imperturbable. La noche les iba a devorar con su abrigo oscuro. El padre, cuya  vejiga ya no era tan funcional como antes, disminuyó la velocidad y detuvo el coche. Se bajó con cuidado y miró hacia el cielo estrellado. Jeffrey se sentía poderoso frente a esa naturaleza hostil. Solo, orinando frente a lo desconocido, provocaba en él un sentimiento de fuerza. Veía el líquido infiltrarse en la tierra que parecía ser un agujero sin fin e inquebrantable. Siempre había estado convencido de que el hombre nacía para morir. No tenía objetivos y  los sacerdotes eran unos incapaces que predicaban un montón de burradas para que el ser humano se arrepintiera de las maldades que cometía a diario. No, definitivamente Jeffrey pensaba que el hombre era un cobarde y  una catástrofe ambulante sin ningún porvenir. Regresó al cacharro y encontró a toda la familia dormida. "Ellos tampoco tendrán porvenir", pensaba. Cerró los ojos y empezó a soñar.

El sol majestuoso despertó a Odile que tenía el cabello descompuesto. Odile no sabía por qué se había unido al viaje. Después de su tercer intento de suicidio, su hermana la había convencido de transitar con ellos. Odile se había convertido en una mujer cínica y sólo esperaba una cosa, que la muerte viniera a buscarla. Pero seguía con vida. Una foto parcialmente arrugada, que estaba colocada en el parabrisas, le llamó la atención. Representaba a una pin-up de los años sesenta que tenía el pelo rubio, suelto, los ojos azules y la tez blanca. Viendo esa antigüedad, reconoció que el mundo se iba transformando pero que los recuerdos quedaban intactos. Tanto los buenos como los malos. Recordaba a su madre, una mujer originaria de Rusia cuyos rasgos eslavos se notaban en el rostro y la silueta. Odile siempre la consideró como un modelo. Siempre quería vestirse como ella pero la niña y la madre eran diferentes. Cuando la madre murió, se llevó a la tumba una parte de su hija que no podía sobrevivir sola frente a las atrocidades del mundo.

Jeffrey se despertó cuando los niños empezaron a agitarse. Hacía más de un día que no habían comido nada y el patriarca decidió que tenían que buscar un lugar para desayunar antes de morir, solos, abandonados en el desierto. Encontraron uno. Helena fue la última en bajar del coche e hizo caer sus lentes al suelo.  Mientras intentaba recogerlos, sintió  un dolor atroz en el pecho. No había nadie en el aparcamiento. Se derrumbó al lado de sus lentes y no tuvo  tiempo de pedir ayuda. Se quedó consciente unos minutos antes de echar el último respiro. La tierra le cubría la cara y le entraba en la boca. Desde hacía muchos años ya había cavado su propia tumba. Su corazón no pudo aguantar unos cambios tan drásticos. Iba a morir sola, en un aparcamiento rodeado por la arena y los murmullos del viento.  Sin embargo, fiel delante de la bondad de dios, aceptó la muerte como castigo divino y estaba convencida de que tarde o temprano su familia iba a estar reunida para siempre, levantó los brazos en lo alto con un impulso fatal y falleció.

Rápidamente, la familia se dio cuenta de la ausencia de Helena. Steve, el hermano menor, volteó cuando vio a su madre desplomarse en el suelo. Esa imagen, desconcertante y frustrante, le quedaría gravada en la mente hasta el fin de su vida, es decir, quince años más tarde debido a una muerte por sobredosis de heroína. Verá a esa mujer, este amor  maternal darse por vencido. No comprenderá por qué lo había dejado solo. ¿Por qué decidió morirse en ese lugar oscuro y sórdido? Esa pregunta existencial lo atormentará como el gato tortura al ratón antes de asignarle la mordida irremediable. Intentó correr hacia su madre que agonizaba pero la mano de su padre le impidió avanzar más. Quedó en el punto de partida.
Alertados por los gritos de la familia, unas personas salieron del comedor y unos llamaron a las ambulancias. Pero era demasiado tarde. Como si quisieran poner buena cara a los demás, como si se liberaran de un peso espantoso, la familia se arrodilló cerca de la madre que ya estaba del otro lado.  El padre echó una mirada hacia sus hijos y  a su cuñada y miró hacia el horizonte. El sol, esa bola llena de energía positiva, le calentó los hombros. Su frente estaba perlando y su reloj interno se detuvo para siempre. Las líneas eléctricas que los rodeaban chisporroteaban y parecían moverse con el capricho del viento. La hermana loca, el padre agotado y los niños, juntaron sus manos. No dijeron nada, aunque los cuatro pensaban la misma cosa, la vida iba a seguir cueste lo que cueste, con sus ventajas y sus desventajas. Por un lado, con ese sabor amargo que nos vuelve estériles y por otro, con ese sabor dulce y crujiente que nos acaricia con el paso del tiempo.


Maximilien Clabault

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